Andra


Andra tiene mil razones para ser feliz.
Aunque el padre de su futuro hijo había desaparecido poco después de que ella le dio la buena nueva, la vida le regalaba lo mejor de sí. No lo necesitaba pero si extrañaba los días a su lado.Él era la viva imagen del optimismo, siempre sonriente, siempre dispuesto. Recordaba con cariño sus besos suaves y sus palabras sin sentido pero que las decía con tanta convicción y tanta pasión que si te decía que los elefantes podían saltar no te quedaba otro remedio que creerle aunque supieras que eso no es posible. A Andra le gustaba pensar que él se había ido porque quería algo mejor para ella y su futuro hijo pero tenía miedo de decirle sus planes y que algún día regresaría con la noticia que ahora tenía mucho que ofrecer además de su sonrisa y sus palabras que sonaban tan disparatadas. Se imaginaba ella sentada en el pórtico con su bebé en brazos observando la infinita calle bellamente empedrada llena de casas limpias y de banquetas pulcramente barridas, el sol al ocaso dibujándose como escenografía en el punto de fuga y una sombra acercándose lenta pero decididamente caminando hacía ella. No podía verle más que la silueta pero ese caminar era inconfundible, tan de su otra mitad, tan de ella. Y por fin llegaba con ella y le sonreía y miraba con un amor infinito a su pequeño retoño. Se agachaba junto a ellos y se fundían en un abrazo los tres y el mundo giraba pero para ellos no importaba, nada alrededor importaba. Lo que fuera que sucediera en el futuro lo enfrentarían juntos y la vida sería para ellos y nadie más. Eso es lo que a ella le gustaba imaginar y eso la hacía feliz.
El pueblo era pequeño y todos estaban pendientes en la calle. Adentro de la casa de bloques de adobe y ventanas de cedro blanco, su familia recibía a la partera que ayudaría con el parto. La habitación de Andra es amplia y tiene un cuadro hermoso de girasoles amarillos por encima de su cabecera. Su madre estaba a su lado tomándole de la mano izquierda y su hermana menor tan asustada como fascinada, no dejaba de dar vueltas por la habitación fresca y de techos altos. La partera era alegre y rechoncha, de mejillas rojas y manos suaves que con sus palabras le decía a Andra lo que tenía que hacer para que el alumbramiento fuera exitoso. Las contracciones ya eran una seguida de la otra y todo estaba dispuesto para recibir al nuevo integrante. El sudor bañaba el rostro de Andra y sus contracciones empujaban al bebé hacia un nuevo mundo, lleno de contradicciones pero también lleno de maravillas. La partera recibe al pequeño y corta el cordón umbilical y un llanto recorre la casa al tiempo que en la calle los vecinos sonríen y se abrazan entre ellos. Los girasoles en el cuadro por encima de la cama de Andra se tornan mas amarillos y las piedras del empedrado de la calle se levantan unos cuantos centímetros como homenaje al nuevo ciudadano. Su madre recibe al niño y lo limpia con un agua tibia y fresca mientras Andra se recupera y a pesar de su gran esfuerzo lo único que desea en la vida es tener a su bebé entre sus brazos. La madre le entrega al pequeñin y la sonrisa de Andra brilla mas que cien supernovas estallando simultáneamente. Sus ojos producen destellos dignos de la mas hermosa lluvia de estrellas y el amor que despide empequeñece al sonrojado sol que cae al final de la infinita calle empedrada. Los vecinos entonces observan una sombra acercándose a la casa de adobe y cedro y se abren para dar paso a la figura que llega a la puerta. Llevando un ramo de estrellas entra sin decir palabra a la amplia y fresca habitación y Andra lo ve y sonríe. No necesita perdonarlo y él no requiere dar explicaciones. Lo único que importa es que esta ahí, junto a ellos, junto a su familia, junto a su mundo.
Andra tiene razones de sobra para ser feliz.

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